lunes, 13 de septiembre de 2021

ORIGENES DEL AJEDREZ


 

I. Jugar es comprender 

23 agosto, 2021ajedrezlatitudsur

Por Diego Rasskin Gutman 
 
Diego Rasskin Gutman
Rick levanta la mirada del tablero de ajedrez. Cuando quiere evadirse del mundo sin hacerlo se sienta en su mesa, convenientemente reservada, desde donde puede observar el tráfico de gentes que merodean las salas humeantes de su garito. El calor es sofocante, los sueños de libertad son tan ciertos, tan espesos, que pueden leerse en la frente de cada hombre y de cada mujer, en la ciudad perdida a orillas del Atlántico africano. No así Rick. Sus sueños son otros. Ha peleado en la Guerra Civil española, ha estado en París, esperó bajo la lluvia hasta la desesperación a un amor que no supo, ni pudo, llegar a tiempo. Ahora todo es desaliento.

Rick juega solo, elabora las jugadas y pondera la bondad de las ideas. Son 64 casillas y 32 piezas. Las reglas son claras, no pueden romperse, no deben romperse. Rápidamente la escena se convierte en un drama que aparece en forma de muerte, un peón menos. Rick observa un mundo en miniatura sobre el que ensaya las estrategias y tácticas que pondrá en juego más tarde, en el clímax de la historia, cuando el avión se lleve lejos, muy lejos, los fantasmas de su pasado. Claro. Es Casablanca, paradigma del romance y el desencuentro, de la lucha civil y la resistencia ante la barbarie nacionalsocialista, de la integridad y la caballerosidad frente a las palabras vacías.
 




El ajedrez nos hace un retrato inmediato de Rick. Quién mejor para expresarlo que Emanuel Lasker, uno de los más grandes ajedrecistas de todos los tiempos, campeón del mundo desde 1894, año en que arrebataría el título a Wilhem Steinitz, padre de la teoría moderna del ajedrez, hasta 1921, cuando lo perdería contra otro prodigio ajedrecista, el cubano José Raúl Capablanca. Lasker sentencia: “En el ajedrez, las mentiras y la hipocresía no sobreviven mucho tiempo”.

Retrocedamos ahora en el tiempo. Decenas de miles de años atrás. El Homo sapiens recorre África, buscando alimentos, pronto llegará a Asia y a Europa, luego a América. Es un animal inteligente, su cerebro ha aumentado frente al de otros primates. Las neuronas se dividen durante la formación del feto y no tienen sitio dentro del cráneo, así que se las tienen que rebuscar formando curvas y surcos, estructuras que brindan posibilidades de innovar gracias a nuevas vías de comunicación que ahora se pueden establecer para los alrededor de cien mil millones de células cerebrales. Los hombres comienzan a comprender las leyes de la causa y el efecto. Pero siguen haciendo lo que hacen otros animales, menos “pensadores”, pero igual de curiosos ante el mundo que les rodea: juegan. Retozan unos con otros y sienten el contacto entre ellos, se prueban, ensayan su fuerza y su destreza, muestran su belleza, disfrutan con el sexo, forman estructuras sociales con familias y matriarcados. Juegan, juegan y juegan.

Pero el Homo sapiens es diferente, no solo juega con su cuerpo, también lo hace con su mente, con esos millones de neuronas extra que han crecido en su cerebro. Con el tiempo, esos juegos mentales se convierten en misterio. Una cueva, un círculo sagrado, unos elementos, quizás unos huesos de cabra o unos palos afilados que se tiran al aire, el ansia por saber lo que no sabemos: caen los huesos de cabra y el futuro ya está escrito. Así comienza la aventura del conocimiento: unos iniciados, el chamán y la hechicera, que quieren dar sentido a las sombras cambiantes de la caverna. Dibujarán un bisonte muerto y el conjuro ya estará hecho, terminará por caer en la trampa de los hombres. Después querrán saber el porqué de muchas cosas y dominar los misterios naturales, necesitarán dialogar con la misma naturaleza que los aterra, el trueno, el relámpago, el viento y la tierra, el fuego, el aire y el agua. Querrán averiguar si las nieves se derretirán pronto, si el bisonte caerá en la trampa y cuándo.

Un día, el diálogo entre los hombres y la naturaleza se extenderá en todas las dimensiones del tiempo y el espacio. El rito de lo sagrado acabará por convertirse en el rito de lo lúdico; el juego permitirá que la batalla con el bisonte, con la tribu cercana, se haga sobre un espacio delimitado, habrá elementos nuevos, reglas y azares que tomarán forma a lo largo de milenios. El juego no es juego, el juego es naturaleza, es sagrado y responde al miedo de elegir y a la necesidad de comprender. A la imperiosa necesidad de reducir la complejidad del mundo a algo que pueda asirse, tocarse, comprenderse. El chamán y la hechicera, usan las reglas para comprender; el jugador de ajedrez, también.

Ahora volvemos a saltar hacia adelante, pero sabemos que una vez que hemos probado el salto en el tiempo encontraremos la manera de volver al pasado. Estamos en Leyden, en Holanda, poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, y leemos un libro singular de la antropología cultural, el Homo ludens, de Johan Huizinga:

El hechicero, el vidente, el sacrificador comienzan demarcando el lugar sagrado. El sacramento y el misterio suponen un lugar consagrado. Por la forma, es lo mismo que este cerramiento se haga para un fin santo o por puro juego. La pista, el campo de tenis, el lugar marcado en el pavimento para el juego infantil de cielo e infierno, y el tablero de ajedrez, no se diferencian, formalmente, del templo ni del círculo mágico. La sorprendente uniformidad de los ritos de consagración en todo el mundo nos indica que tales ritos tienen sus raíces en un rasgo primordial y fundamental del espíritu humano. 
 
Huizinga observa un detalle de gran profundidad y alcance sobre el origen de la sociedad y cultura humanas: el juego es un elemento constructivo, una actividad creadora, que forma a la cultura, que la informa, que le da su peculiar dinámica de relaciones entre las gentes, con sus ritos y creencias, con sus ambiciones, con su altruismo y su generosidad y, claro, también con su avaricia, sus miserias y sus maldades. El juego del cuerpo se traslada a la mente.

¿Pero cómo empieza todo? ¿Cómo empiezan los hombres a ocupar su tiempo con el juego? El juego trasciende el juego, trasciende la metáfora y el modelo. El juego es vida. Es ahí, en ese contexto, mucho, muchísimo antes de la aparición del ajedrez en su forma más o menos moderna, donde podemos entender la pasión que despiertan los juegos. Hagamos entonces una hipótesis razonable. El juego aparece como una forma de conocimiento; un conocimiento que, en su forma más primitiva, se reduce a la causa y el efecto. Poder predecir lo que ocurrirá para que lo desconocido no nos amedrente tanto.

Todo comienza con los ciclos. El día y la noche, el frío del invierno y el calor del verano. Todo vuelve, nada es nuevo salvo la catástrofe que aterroriza al hombre y termina por convertirse en leyenda: la gran inundación, el viento que se llevó al poblado, los rayos que incendiaron el bosque. Lo regular, lo que ocurre todos los días, el ciclo, proporciona seguridad. El sol se eleva por la mañana y se pone por la tarde. Luego viene la luna y las estrellas. Dormiremos y el sol volverá a salir. En el ritmo encontramos algo a lo que agarrarnos. El hombre de las cavernas juega a predecir el efecto a partir de las causas.

Durante el desarrollo cognitivo infantil sucede algo similar. El niño no se cansa de jugar siempre a lo mismo, de oír siempre la misma historia por la noche, de saberse de memoria la película y seguir viéndola hasta la saciedad. Causa y efecto. Ahora pasará esto. El niño está contento porque predice el futuro con seguridad. Una piedra que cae. Siempre cae. Una pelota que bota. Siempre bota. El juego repetitivo, seguro, determinista pero a la vez azaroso, reafirma el conocimiento de las causas y los efectos. Reduce la complejidad y la incertidumbre del mundo exterior poniendo reglas, generando ritos, haciendo círculos sagrados o tableros con casillas. El juego, el rito, la vida. Todos queremos que Messi haga lo que hace siempre, que tire una diagonal de derecha a izquierda con la pelota atada a los pies, que deje atrás a cinco contrarios y lance el zurdazo letal a la red. El jugador de ajedrez que ha interiorizado las ideas de una apertura se siente seguro al jugarla y esa familiaridad reafirma el sentido de pertenencia a un grupo de iniciados. El bar de Rick en el corazón de Casablanca, su mesa apartada, el tablero, las piezas, los movimientos.

Volvamos brevemente sobre el círculo, un ámbito donde existen leyes propias (leyes sagradas), patrones llenos de significados para el iniciado, un elemento de azar que, sin embargo, está regido por leyes sobrenaturales. Juegos de adivinación, oráculos, el I Ching, piezas que caen sobre un círculo sagrado y, de pronto, un tablero. En este nuevo espacio hay casillas que delimitan las posibilidades, piezas que las recorren sorteando peligros para llegar al final del camino en el mismo centro donde se encuentra la recompensa (el viejo bisonte de la hechicera), es el parchís milenario. El tablero se reconvierte en el ashtapada de 64 casillas y los cuatro vértices del parchís son ahora ejércitos, asistimos al nacimiento del chaturanga. Más adelante, los cuatro ejércitos se convertirán en dos y las formas primitivas del ajedrez habrán visto la luz, hacia el siglo VII de la era común.

Durante estos viajes, hemos asistido a una transformación de ida y vuelta, comenzando por el juego animal hacia lo oculto, misterioso y sagrado, para volver nuevamente hacia lo lúdico; una transformación que no nos puede dejar impasibles, ya que se trata del viaje del conocimiento. Formas de comprender la complejidad del mundo. Falta otro viaje fundamental, que dará vida al juego que hoy disfrutamos, un largo camino hacia Persia, norte de África y Europa que lo irá convirtiendo en el ajedrez moderno. Pero esa historia la dejamos para la próxima.

 II. Cosmogonías, guerras y naranjas gigantes

13 septiembre, 2021ajedrezlatitudsur

Por Diego Rasskin Gutman

La cuestión de los orígenes siempre es interesante. Hay algo en la historia, en el comienzo de las cosas, que nos atrapa y nos hace querer saber más. Siempre creemos que al saber de dónde vienen las cosas, sabremos algo misterioso acerca de su naturaleza, de su realidad, que no podíamos conocer de otro modo simplemente mirando a su evolución pasada, a su desarrollo presente o a su posible devenir futuro. Tarde o temprano, en la vida de cada uno, hay un interés personal por saber más acerca de nuestros orígenes: el pueblo de los abuelos, cómo se enamoraron nuestros padres, bajo qué árbol cerca de qué puente se pusieron a salvo del resto del mundo. 
 
 


Comencemos el viaje a los orígenes. Miles de años atrás, un paisaje difuso de fronteras lejanas y exóticas en alguna región perdida entre la India y la China actuales. Viejos sabios de bigotes infinitos o jóvenes iniciados, de piel quemada por el sol. En un campo de árboles frutales, lo improbable: una naranja gigante. Y en el interior de esa naranja gigante, lo más improbable aún: dos viejos sabios pasan la eternidad jugando al ajedrez. Una antigua leyenda china. Es en la cosmogonía china donde podemos encontrar pistas acerca de los orígenes; si en la cosmogonía hindú tenemos una tortuga y cuatro elefantes que sostienen nuestro planeta, en la china nos encontramos con la dialéctica del todo y la nada y las infinitas combinaciones del código binario representadas en los hexagramas del I Ching.

En el artículo anterior pusimos las bases para una indagación acerca de los orígenes del ajedrez. Nos interesamos por el viaje del conocimiento, no por el hecho en sí del origen del juego. Entonces, establecíamos una línea genealógica entre el oráculo y el juego, entre lo sagrado y lo lúdico, entre el animal que juega y el animal que conoce. Las metáforas cambian: antes de establecerse como una metáfora de la sociedad, de la mano de la estricta moralidad cristiana, como le ocurrirá al ajedrez de la Edad Media europea, iban más allá, eran la gran abstracción, el universo entero.

 
En la ciencia pasa igual. Antes de la división del conocimiento científico en campos más o menos definidos se hablaba de una Historia Natural en donde todo se estudiaba al mismo tiempo. Los sabios eran alquimistas de la realidad. Hoy en día, la especialización del conocimiento hace esto imposible y nos encontramos con la física, la química y la biología como grandes campos del saber científico. Hay, por supuesto, un tema común a todas ellas: la organización de la materia. Todo y todos, estamos hechos de las mismas substancias, de los mismos elementos; todo y todos, estamos relacionados.

 
Hay tres cuestiones acerca de los orígenes que han permanecido como interrogantes de manera invariable a lo largo de la historia del conocimiento humano:

El origen del universo, o… la Creación.

El origen de la vida, o… la Creación.

El origen del hombre, o… la Creación.

El denominador común, esa insistencia religiosa en llamar a las cosas con un único nombre, la Creación, nos recuerda que venimos de un pasado de esplendorosa, si acaso altamente imaginativa, ignorancia. Los mitos, las leyendas, las explicaciones ad hoc, sobre las cuestiones relacionadas con los orígenes han determinado la historia de las civilizaciones hasta el comienzo de la Ilustración y de la ciencia moderna, donde por fin se las naturaliza y se las acomete desde una perspectiva abordable, más acá de la metafísica. Desde Galileo y Newton hasta Einstein y Feynman. Desde Darwin y Oparin hasta Miller y Crick.

Hay, también, un origen sacro en el ajedrez, una Creación, sagrada, mágica. El viaje comienza en sistemas de adivinación: puntas o flechas o varillas que se tiran al aire cuya caída sobre un círculo sagrado permite vislumbrar el futuro. Ahí ocurre un proceso de conversión en el que el círculo se convierte en un espacio propio, un modelo del universo, cuadriculado, por donde corren las fichas en busca de una recompensa. La decisión la tomará un dado. Ocho por ocho. Las 64 casillas del tablero ashtapada hindú y, en la tradición taoísta, los 64 hexagramas del I Ching, el origen de todo, que es también un juego dialéctico.
 
¿Dónde, cuándo? No hay una historia cierta acerca de los orígenes del ajedrez. Todas son plausibles aunque unas más que otras. Las que lo sitúan en el antiguo Egipto y la antigua Grecia parecen estar equivocadas. Los juegos de mesa con tableros y piezas poseen una antigüedad cercana a los 6000 años. Existen evidencias de múltiples juegos tanto en el antiguo Egipto como en la antigua Grecia que se han confundido con los precursores remotos del moderno ajedrez. En la tumba de Nefertari, del año 1250 antes de la era Común, hay un fresco en donde se muestra a la reina egipcia luciendo su túnica blanca, jugando sobre un tablero sobre el que se vislumbran algunas piezas de forma incierta. En Grecia, un ánfora de Exequias, retrata a Aquiles y Ajax jugando sobre un tablero. Estos descubrimientos, y otros como las piezas del siglo II halladas en Uzbekistán, simplemente señalan la existencia de los juegos de mesa como una constante en distintas civilizaciones, pero no del ajedrez.

La hipótesis más plausible, aleja al origen del ajedrez a la región oriental del subcontinente indio, en la frontera chino-india, hace unos 1500 años. Ahí se encontraron los primeros vestigios ciertos del chaturanga y, desde ese momento, en un largo camino hacia occidente irá transformándose primero en shatranj y luego en el ajedrez (al-shatranj, al-xadrex, ajedrez) que iría sufriendo unas cuantas —no muchas— modificaciones, hasta el ajedrez moderno. En Europa entraría por dos vías, por la vía árabe hacia la península ibérica, Italia y el resto de la Europa mediterránea y, tal vez, por la vía mongola hacia Rusia, Europa central y los países escandinavos. 
 
 
 
 
Desde la aparición del chaturanga, juego de cuatro ejércitos de ocho piezas cada uno que se repartían por las esquinas del tablero, varios siglos tendrían que sucederse hasta que el juego pasara a formar parte de la cultura hindú y mereciera un lugar en los versos de sus poetas contemporáneos. En el poema sánscrito Vasavadatta, de Subandhu, que data de finales del Siglo VI, se lee: “El tiempo de las lluvias jugaba, las ranas eran sus piezas, de colores amarillo y verde, como si estuvieran moteadas con laca, saltaban sobre las casillas del jardín”. Unos años más tarde, se habla del juego con más concreción. El poeta Bana, escribe: “… solo los asthapadas enseñan la posición del chaturanga”.


Son las casillas del ashtapada, las 64 casillas del universo acotado sobre el cual se jugaría el chaturanga. El juego incluía piezas como el rajá, el consejero, el elefante, el caballo, el carro y los soldados. Y no cabe duda de que se trataba de una batalla con piezas que eran equivalentes a la armada india de la época, de hecho, la palabra chaturanga (cuatro secciones) se refiere específicamente a dicha formación bélica. 



En el tablero de ajedrez, con sus 64 casillas, las blancas simbolizan la nada de las negras y las negras, la nada de las blancas. Yin y Yang. Cuando las blancas hacen un movimiento, comienza el juego dialéctico: mi todo es tu nada, tu todo es mi nada. Claude Shannon, padre de la teoría de la información y de la Ciencia de la Computación, cierra el círculo, un círculo que no es sagrado, ni mágico, sino exclusivamente del conocimiento, y utiliza el mini-max, un algoritmo que juega al ajedrez, que explota mi mejor realidad en función de la tuya. La metáfora se abre y pervierte el modelo del mundo, del universo, para adentrarse en el pensamiento humano, la toma de decisiones y la inteligencia. La materia se organiza aún más. Ya tendremos tiempo de explorarla, poco a poco.
Sobre el autor
https://www.facebook.com/diego.rasskingutman
: Diego Rasskin-Gutman es Investigador Titular del Instituto Cavanilles de Biodiversidad y Biología Evolutiva de la Universidad de Valencia, España, donde lidera el grupo de Biología Teórica. Se especializa en modelos matemáticos de fenómenos evolutivos y de desarrollo, con énfasis en la teoría de redes y complejidad. El ajedrez es su pasión y excusa para ahondar en cuestiones que atañen a la creatividad humana, los procesos cognitivos y la reducción de la complejidad del mundo. Autor del libro “Metáforas de ajedrez: La mente humana y la Inteligencia Artificial (La Casa del Ajedrez, 2005), divulga sobre ajedrez en la revista Peón de Rey y Magazine Jot Down.
 

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