El último Inca se convertiría en el primer ajedrecista del Nuevo Mundo y en el primer quiteño en aprender a jugarlo.
El escritor y político ecuatoriano Manuel BenjamÍn Carrión Mora,
era un enamorado del ajedrez. Como ya conocemos, su pasión por el
juego era inigualable. En 1934 escribió su novela "Atahuallpa" en la
que contrasta su posición de la conformación de una identidad
ecuatoriana, "el cuento de la patria" con otras visiones comúnmente
aceptadas.
Hasta
tanto, se imponía la visión de la ecuatorianidad estaba configurada en las muertes de Santa
Mariana de Jesús y de Gabriel García Moreno y en la Consagración del
Ecuador al Sagrado Corazón de Jesús.
Es
decir, Ecuador nacería fruto de la muerte fundacional de dos personas:
con el sacrificio de García Moreno luchando contra la corrupción y los
males sociales, así como con el ofrecimiento voluntario de Mariana de
Jesús para que paren las maldiciones naturales (terremotos) en la Real
Audiencia de Quito.
Una
vez separado el Estado de la Iglesia, la Consagración al Corazón de
Jesús fue abolida por la Revolución Liberal (1895-1912) y para ello
Carrión se
valió de la muerte de Atahualpa como el último gran Inca que unificó el
imperio y cuyo prematuro fin conformaría un nuevo comienzo.
"Tanta
polémica se justifica más que por la insuficiencia de datos fidedignos,
por el inveterado vicio de escribir la historia como una coartada para
encubrir atropellos y crímenes, para cohonestar despojos y raterías. Más
es lo que se ha callado y ocultado que lo que se ha dicho.
Y se
justifica también, sobre todo, porque el episodio de Cajamarca resume el
proceso y lleva implícita una connotación valorativa, un peso
emocional, una significación simbólica que tiene mucho que ver con la
construcción de nuestro propio yo histórico, con la aceptación de
nuestra identidad como pueblo entre los pueblos." Benjamín Carrión Mora, "Atahhuallpa"
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Plumilla de Luis Mideros Almeida - 1953
FOTOGRAFIA: SERGIO COELLAR MIDEROS, DICIEMBRE 2014 | | |
La
novela se basa en los sucesos históricos de la conquista del norte del
Tahuantinsuyo, especialmente enfocándose en lo que sería el territorio
del actual Ecuador y tiene como objetivo dar un origen mítico a la
ciudad de Quito. La historia se desarrolla en dieciocho capítulos y
alterna entre la historia de los incas y la historia de los españoles.
En cuanto a la primera, narra la historia glorificando el pasado
indígena y en cuanto a lo segundo narra la historia de la conquista como
una gran gesta española. De esta manera Carrión intenta representar
positivamente tanto el pasado indígena como español, en una novela
dedicada a una ciudad mestiza (Quito) (wiki)
A continuación se
transcriben unos párrafos de la obra en la que Benjamín Carrión relata
el cautiverio y muerte de Atahualpa y la afición del Inca al ajedrez.
( Caxamarca)
"Se
halla ya bajo el sol. Las Huestes de Atahuallpa comienzan a movilizarse
hacia Caxamarca. Delante van los criados que limpian la vía de piedras y
de armas. Luego, los cantores y los danzarines, con su ritmo monótono.
En medio de los sinches, los apus, los auquis, los amautas --cuyos
ornamentos de plumas y metales relucían al sol--, va la litera imperial,
hecha toda de oro, "que pesó un kintal de oro", llevada en los hombros
por diez y seis apus del ayllu imperial. Sobre ella Atahuallpa Inca,
orgullosamente desarmado, se dirige a su ciudad, a recibir el homenaje
de los extranjeros. Su perspicacia de águila --acaso oscurecida por su
orgullo de triunfador reciente-- no descubrió que aquel pequeño grupo de
extraños, recibido por merced en sus dominios, le atacaría y le haría
prisionero en medio de los suyos.
El
hijo del Sol llego a la plaza de su buena ciudad de Caxamarca, cuyas
puertas estrechas le fueron abiertas. Con el emperador entraron los
indios de su Séquito inmediato: de cinco a seis mil. Fuera quedó el
resto conforme iban llegando. La plaza estaba solitaria de españoles.
-¿Dónde están los extranjeros? Preguntó a los que iban cerca.
Y
como respuesta, Vicente de Valverde, fraile dominico, capellán del
grupo aventurero, "un inquieto, desasosegado o deshonesto clérigo"
--como le llama Oviedo-- se avanzó hasta el inca con el Cristo y la
Biblia, acompañado de Felipillo, el taimado indio intérprete. Le habló
sobre el dios Uno y Trino, sobre la pasión y muerte de Jesús; exhorto
--requirió, como llamaban los inquisidores-- al hijo del Sol,
descendiente de Manco y Viracocha, a que adjure su "salvaje idolatría" y
abrace la religión cristiana, sola verdadera. Díjole del poder inmenso
del soberano español, al que Atahuallpa debía vasallaje, porque el
Papa, sucesor de San Pedro, le había regalado todas las tierras de los
indios, del uno al otro mar. Fueron tales las inoportunidades del
discurso clerical de Caxamarca que, según un historiador insospechable,
un obispo católico --González Suárez-- dicha conducta tenía "mucho de
ridículo si no fuese por demás absurda y criminal".
Brillaron
de soberbia magnífica los ojos de Atahuallpa, y con desprecio respondió
al fraile siniestro, inhábil y fatal: "Yo soy el primero de los reyes
del mundo y a ninguno debo acatamiento; tu rey debe ser grande, porque
ha enviado criados suyos hasta aquí, pasando sobre el mar: por esto lo
trataré como a un hermano. Quién es ese otro rey o dios de que me
hablas, que ha regalado al tuyo tierras que no le pertenecen, porque son
mías? El Tahuantin-suyu es mio y nada más que mío. Me parece un absurdo
que me hables de ese dios tuyo, al que los hombres creados por él han
asesinado. Yo no adoro a un muerto. Mi dios el Sol, vive y hace vivir a
los hombres, los animales y las plantas. Si él muriera, todos moriríamos
con él, así como cuando él duerme todos dormimos también. Finalmente
-agregó Atahuallpa-- ¿con qué autoridad te atreves a decirme las cosas
insensatas que mes has dicho?.
-
Con la que meda este libro, respondió el fraile, y presentó la Biblia
al inca, quien "no acertando a abrirle, el religiosos extendió los
brazos para abrirlo, y Atahuallpa con gran desdén le dio un golpe en el
brazo, no queriendo que lo abriese; y porfiando él mismo por abrirle, lo
abrió; y no maravillándose de las letras ni el papel, lo arrojó cinco o
seis pasos de sí", narra Xerex.
El
fraile, horrorizado, corrió a Pizarro y díjole: "¿No véis lo que pasa?
¿Para qué estáis en comedimientos y requerimientos con este perro lleno
de soberbia, que vienen los campos llenos de indios? Salid, que yo os
absuelvo".
Dio
la señal Pizarro. Sonaron mosquetes y arcabuces. Un descomunal
estrépito de guerra. El gobernador --él mismo y solo-- llegó hasta la
tierra del inca y lo hizo preso. Ante la furia de los españoles, que
querían hacer el triste mérito de ultrajar personalmente al inca, se
alzó la voz --verdaderamente española en ese duro instante-- de
Francisco Pizarro: "El que estime en algo su vida, que se guarde de
tocar al indio".
Se
desarrolló luego una fiebre de matanza. Los indios pugnaban por huir,
como rebaños de corderos acosados por perros. Y no hallando salida
bastante, derribaron a fuerza de hombros uno de los muros de la plaza,
que daba sobre el campo... Centenares de indios muertos. Un barato héroe
español, Estete --probablemente el mismo cronista de este nombre--
arranco el llauto imperial de la cabeza del inca del Tanhuantin-suyu. Y
la única sangre española vertida en esa jornada oscura y brutal fue la
del gobernador don Francisco Pizarro, quien recibió un mandoble por
proteger con su cuerpo el cuerpo del hijo del Sol.
Cumplió
el señor marqués don Francisco Pizarro con su deseo de que el inca del
Tahuantin-suyu, el emperador del Perú, le aceptara su invitación a
cenar, el mismo día.
Allí
está, a su merced, indiferente y silencioso, Atahuallpa Inca. Su único
comentario a los terribles acontecimientos del día, ha sido éste,
dirigiéndose al capitán Hernando Pizarro: "Maizabilica ha mentido". Con
gesto altivo rechazó los consuelos hipócritas del gobernador "diciendo
que era uso de guerra o ser vencido". No rehuye, porque cree merecerlas,
las atenciones solícitas que le prodiga su hospedador. Come de buen
grado, sin desconfianza, la comida enemiga. Bebe la bebida extranjera.
Hernando
Pizarro, hidalgo fanfarrón, pero sabedor de los usos de la cortesanía
reclama para el inca un trato correspondiente a su alto rango. El
marqués ordena que se le dispongan las mejores habitaciones de "la casa
de la serpiente", aposento real de Caxamarca; y se reserva para sí --a
fin de velar al prisionero-- una pieza contigua. Hace decir a los
allegados de Atahuallpa que pueden acompañarlo, y dispone que sigan al
servicio de la mesa y de la cama del inca todas sus numerosas
concubinas.
Afuera
el espectáculo era desolador. Los alertas monótonos de los centinelas,
que a cada paso que daban tropezaban con cadáveres de indios. Las preces
fatídicas de los frailes. Y en los campos, por los caminos, la fuga
medrosa, agazapada de los indios desconcertados, que nada comprendían,
que acaso hacían subconsciente resistencia para comprender.
Al
amanecer, el primer cuidado de Pizarro fue enviar una escolta a
registrar los baños de Cónoc, residencia de Atahuallpa; "que era
maravilla de ver tantas vasijas de plata y de oro como en aquel real
había, y muy buenas, y muchas tiendas, y otras ropas y cosas de valor,
que más de sesenta mil pesos de oro valía solo la vajilla de oro que
Atahuallpa traía, y más de cinco mil mujeres a los españoles se
vinieron, de su buena gana, de las que en el real andaban", dice Zárate.
"Cinco mil mujeres, que aunque tristes y desamparadas, holgaron con los
cristianos", comenta Gómara.
Pero
la vida impone sus imperativos de rutina en Caxamarca, después de la
masacre. Los pobladores --por mandato del inca-- vuelven a sus labores
ordinarias. Una coexistencia familiar se establece entre españoles y
nativos. No hay resistencia ni hostilidad visibles para los intrusos:
los indios les ofrecen un servicio indolente, racionalizado; y las
indias sus caricias procreadoras y sin besos.
La
perspicacia aguda de Atahuallpa no penetra su extraña situasión. No
sabe si estos hombres son amigos, pues lo han aprisionado; ni concibe
que sean sus enemigos, pues que no lo matan. Su estructura religiosa ha
canalizado en una sola dirección ascendente --que termina en el sol--
su concepción del mundo. No tiene para las cosas otra explicación que la
teísta. Toda torcedura en el camino recto de sus pensamientos, lo
desconcierta; pero no sabiendo la protesta para lo imprevisto, se
resigna y calla.
Las
relaciones entre españoles y nativos tienen una calma animal y vegetal.
De entre las pallas hermanas del inca, Pizarro ha escogido su mujer: se
llama Intip-Cusi --servidora del sol-- y es maciza de carnes, de color
de barro cocido y amplitudes de cántara. Se llamará en adelante doña
Inés, para servicio del machu capitu. Gonzalo y Juan --los dos menores
de la dinastía-- escogen sus mujeres entre las ñustas más apetitosas;
entran en la familia del inca. Los demás, se entregan a lo hancho de sus
inclinaciones: Alcón y los más mozos persiguen a las indias zahareñas,
de difícil sonrisa y de cópula fácil. Riquelme y los frailes hacen
averiguación de la riqueza. Pedro de Candia descubre las maravillas de
la chicha. Valverde, poseído de furor místico --no evangelizador como el
de Motolinía o Gante-- dice a los pobres indios abandonados del Sol, el
lado trágico de la leyenda cristiana. Y en nombre del Cristo de los
azotes y de la crucifixión --no de las Bodas de Caná ni el Sermón de la
Montaña-- bautiza, bautiza, bautiza.
Soto
y Hernando Pizarro se han dedicado, con hidalguía española, a hacer
menos dura la vida del inca. Ayudados del Martinillo, han enseñado al
indio inteligente un vocabulario castellano suficiente para la
comunicación cotidiana. El inca inicia a los capitanes en la vida --para
ellos extraña por lo igual y justiciera-- de este pueblo distinto de
la España individualista y feudal, que es todo su mundo. Soto y Pizarro
sienten la superioridad moral de estos "salvajes" que viven la religión
del sol y del trabajo; que aman el aseo y los beneficios del agua; que
quieren entrañablemente a su tierra; porque es realmente de ellos.
Hernando
Pizarro y Soto entretienen al inca con narraciones caballerescas de
Flandes, de Castilla, de Italia. El inca trata de comprender a estas
extrañas gentes para las cuales, en veces, el engaño es virtud y en
otras se debe pagar con la muerte. Le interesa el duelo, como cosa
monstruosa; y se hace repetir explicaciones sobre lo que los españoles
llaman "el honor".
Soto,
los Pizarros, los demás capitanes y los frailes, enseñan a Atahuallpa
los juegos que practican cuando están en campaña: cartas, ajedrez,
dominó. El ajedrez sobre todo, lo apasiona. A los pocos meses es más
fuerte que sus maestros.
En
la familiaridad cotidiana, Atahuallpa ha comprendido que a estos
extranjeros les gusta --más que las bellas y buenas cosas como la lana,
las llamas, el maíz-- el oro, el cori con que se hacen los vasos para
la chicha de los incas, los adornos para las pallas y las ñustas. En
ello ve el inca una posibilidad de salvación. Les habla del oro de sus
aposentos, del de los templos, del de las casas de las Virgenes del Sol.
Atahuallpa goza al ver cómo se incendian de codicia los ojos de estos
hombres y entonces, con toda naturalidad dice a Francisco Pizarro, que a
cambio de su libertad "...daría de oro una sala que tiene veinte y
dos pies de largo y diez y siete de ancho, llena hasta una raya blanca
que está a la mitad del altor de la sala, que será lo que dijo de altura
de estado y medio, y dijo que hasta allí henchiría la sala de diversas
piezas de oro, cántaros, ollas y tejuelos, y otras piezas, y que de
plata daría todo aquel bohío dos veces lleno y que esto cumplirá dentro
de dos meses".
Pizarro,
alarmado por las dimensiones de los aposentos y poco capaz de calcular
la probable cuantía de la fabulosa promesa, desconfió de ella. Pero pudo
más su espíritu de tahúr de soldado de tercios, cuyo dios es el albur:
aceptó gallardamente el envite del inca, como quien compromete su
escarcela en un garito, a la primera carta.
Para
complementar su ofrecimiento, y abrumar de oro y riqueza a sus
aprisionadores, el inca les insinúa un viaje a Pacha-Cámac, en la tierra
yunga, donde se halla el templo del dios mayor de los hombres del
litoral, en el cual los de su estirpe nunca han creído completamente y
solamente aceptado para contribuir con el respeto a las divinidades de
las regiones, a la unificación del Tahuantin-suyu. Les dice que allí se
encuentra mucho oro de adornos y de ofrendas; y como garantía de
veracidad, envía un mensajero para que llame a su presencia al curaca y
al sacerdote del templo, con el objeto de que éstos acompañen a los
españoles que deban ir en pos de los tesoros. Cuando llegaron el
sacerdote y el curaca, Atahuallpa se dirigió a los españoles y
señalándoles al sacerdote, dijo: "El dios Pacha-Cámac de éste no es
dios, porque es mentiroso: habéis de saber que, cuando mi padre
Huayna-Capac estuvo enfermo en Quito, le mandó preguntar qué debía hacer
para sanarse, y respondió que lo sacaran al sol; lo sacamos y murió.
Huáscar, mi hermano, le preguntó si triunfaría en la guerra que traíamos
los dos; dijo que sí y triunfé yo. Cuando llegásteis vosotros, le
consulté y me aseguró que os vencería yo, y me vencísteis vosotros...
Dios que miente no es dios!!!" González Suárez lo cuenta.
El
gobernador envió con un grupo de soldados a su hermano Hernando. Le
instruyó para que, al mismo tiempo que iba a recoger los tesoros
indagara sobre el estado de ánimo de los indios y si había preparativos
de sublevación. Hernando partió, y tras un largo viaje lleno de
peripecias, volvió a Caxamarca, cargado de oro un rebaño de llamas y
forradas de oro las patas de los caballos, para la larga marcha... Venía
también con él Chalcuchima, uno de los más ilustres generales de
Atahuallpa, vencedor de Huáscar. El viejo sinche, viendo al extraño
acompañado por indígenas del cortejo del inca, no vaciló en ir con
Pizarro hasta donde se encuentre su señor.
Al
llegar a Caxamarca, Hernando dio rápida cuenta de su viaje al marqués.
Afirmó que ni en pueblos ni caminos existían conspiraciones. Que había
sido bien recibido por los indios, y que el gran sinche Chalcuchima
estaba allí, sumiso y obediente, esperando la merced de ver de nuevo a
su rey prisionero.
Fue
emocionante y dramática la entrevista de Atahuallpa y Chalcuchima.
Entró el sinche inclinado por el peso ritual; la emoción le hacía
temblar las rodillas. Al ver al inca preso, se le cayeron las lágrimas.
"Estos de Caxamarca no supieron defenderle --le dijo--; si yo hubiera
estado aquí con los puruhás y los caranquis, esto no habría sucedido".
El inca sonrió.
Durante
el viaje de Hernando Pizarro a Pacha-Cámac, una conspiración de
codicia, miedo y desconfianza cercaba al prisionero. Se hizo correr el
rumor de que en Guamachucho se reunían sigilosamente los indios
--espontáneamente o por orden de Atahuallpa-- para atacar a los
españoles y libertar al inca. Pizarro se lo dijo a Atahuallpa. Y la
respuesta del inca fue sarcástica: "¿me crees tan necio que estando en
tu poder y pudiendo tú matarme al menor intento de rebeldía, ordene yo
levantamiento? Están, además, casi llenas las salas con el oro del
rescate: tengo confianza en que sabreís cumplir vuestra palabra. Pronto
seré libre y amigo y aliado de vosotros". Como prenda de su veracidad,
propone el envío de una escolta española hasta el Cuzco --que recorrería
la mayor parte del Tahuantin-suyu-- para que se convenzan todos de que
no existe ninguna rebeldía y además para que traigan el oro que más
puedan de la ciudad sagrada.
Aceptó
Pizarro --los ojos encandilados por el reflejo supremo del oro del
Cuzco-- y envió un grupo de soldados, con Hernando de Soto, Pedro del
Barco y el notario real a la cabeza. Días de andar. Y en un de ellos, ya
cerca de Jauja, encontraron una escolta de indios que llevaba preso a
Huáscar. Habló Soto con él. Y comprendió que si otro emisario llevaba
hasta Pizarro las quejas del inca legítimo, la suerte de su amigo el
prisionero de Caxamarca se haría aún más delicada. Resolvió regresar y
dar cuenta a Pizarro de que, hasta Jauja, no había trazas de rebeldías;
que había encontrado a Huáscar, que hacía grandes ofertas a los
españoles a cambio de su libertad; pero que todo el imperio estaba
completamente del lado de Atahuallpa, y sólo a él reconocían como señor
verdadero.
Mientras
estos viajes, en Caxamarca había sobrevenido un hecho capital, que
variaba la fisonomía de la aventura: la llegada de don Diego de Almagro
--14 de abril, "víspera de Pascua Florida" -- desde Panamá, con
refuerzos de hombres y de caballos. El encuentro de los dos capitanes
tuvo una apariencia cordial, pero el fondo era muy otro. Pizarro sabía
que Almagro venía a reclamar su parte en el botín, de acuerdo con el
contrato tripartito entre ellos dos y Luque --que para entonces había
muerto ya--; pero ni él, ni menos sus hombres --autores de heroicidad de
Caxamarca-- estaban dispuestos a admitir igualdad semejante. La priemra
guerra civil de la América española había surgido.
La
víctima de esa guerra se señalaba claramente: Atahuallpa. El oro del
rescate llegaba a todos los rumbos del Tahuantin-suyu; los aposentos
señalados por el inca estaban ya casi repletos. El momento de las sangre
era anunciado por el oro. El ojo de águila del inca descubrió que la
llegada del "tuerto" le era fatal. En efecto, Almagro y los suyos
--secundados por el alma negra de Riquelme-- conspiran contra
Atahuallpa, con el fin de anticipar el reparto del oro del rescate --en
el cual presumían que no se les iba a dar igual porción que a Pizarró y a
los suyos-- con el fin de seguir, libres de la inquietud de la guarda
del inca, la conquista hasta el Cuzco, donde les esperaba a ellos --mas
frescos y menos gastados-- un porvenir de hazañas y de oro.
Valverde
y los frailes conspiraban también, hipócritamente. El dominico no podía
perdonar a Atahuallpa su actitud despectiva en Caxamarca y la repulsión
que siempre demostrara a su contacto y a sus pláticas. No podía
perdonarle su regalo y sus mujeres, él, que se veía obligado a sostener
ante los soldados, la farsa lacerante de su castidad.
Conspiraba
el taimado intérprete Felipillo, hechura de Valverde, su confidente
inseparable. Felipillo era de Túmbez y se había criado en su ambiente de
devoción por Huáscar. Detestaba lo quitu. Y malgrado su cristianismo de
pega, sentía una subconsciente reminisencia totémica por Pacha-Cámac,
el dios de los yungas; por eso, la dureza de Atahuallpa para con el
sacerdote del ídolo y el apoyo dado a la expedición de Hernando Pizarro,
le hicieron agravar el odio tradicional que sentía hacia el
descendiente de los caras. Sabiéndose, pues, apoyado por los españoles,
que lo necesitaban, se dedicó a hacer lo más penosa posible la vida de
Atahuallpa, con intrigas y espionajes inmundos. Alcahueteó a los
españoles con las concubinas del inca y, para colmo de ultrajes, sedujo y
violó a una de ellas. Informado el inca, protesto ante Pizarro. El
viejo aventurero se rio... Pero Filipillo supo que Atahuallpa reclamaba
su cabeza, y temeroso de que los españoles --cuya versatilidad
conocía-- cambiaran de parecer y resolvieran complacer al cautivo,
decidió acelerar su campaña contra él.
Las
exigencias de Riquelme y Almagro, sobre el reparto del rescate,
quebrantaron la resistencia del señor gobernador; y se procedió a la
gran operación rapaz, premio mayor de la aventura. Para poder hacer más
fácil y más igual el reparto, se dispuso a fundir las piezas de metal,
los vasos maravillosos, las cántaras, los ídolos. "Veinte y siete cargas
de oro y dos mil marcos de plata", de Pacha-Cámac; "ciento y setenta y
ocho cargas de oro, y son las cargas de paligueros que las traen cuatro
indios", desde el Cuzco... además de los aposentos rebosantes. Se
reservó algunas piezas --espigas de maíz de oro, fuentes con aves del
mismo metal-- para enviarlas al emperador de Madrid. La litera de oro le
tocó al gobernador don Francisco. El resto del tesoro -- el botín de
guerra más grande de que se tenía hasta entonces memoria-- fue repartido
a sones de pregón muy cuidadosamente, después de deducir el quinto
real.
Ya
se encontraban en poder de los tesoros soñados los aventureros
españoles. Pero la ilusión del oro fue penosa para ellos. Allí
aprendieron el mito de Creso y supieron --sin comprenderlo-- que se
puede ser pobre, carecer de lo indispensable, teniendo las manos
enterradas en el oro engañoso y convencional. Soto debió pagar, entre
grandes juramentos de rabia, una libra de oro por una hoja de papel para
escribir a su madre. Pedro de Candia estuvo a punto de matar a un
soldado de Almagro --de los recién venidos-- que le exige cincuenta
pesos de oro por un par botas...". Carrión Mora, Benjamín. "Atahuallpa", Colección "LunaTierna" 1ª edición: México, 1934.
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Sergio Ernesto Negri, en una nota para la Revista española Jot Down, comenta::